Ejemplos con perneando

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Presentábase a lo mejor con una rana atada por una pata, perneando en grotescas contorsiones, o llegaba ufanísimo con un ratón acabadito de nacer, tan chico y asustado, que daba lástima.
En su concavidad, un niño recién nacido lloraba con desconsuelo, con un vagido amargo, comiéndose de hambre los puños y perneando con desesperación.
No disfrutaba Venturiña siquiera del consuelo de implorar a Nuestra Señora, ni al santo Ángel de la Guarda, ni a ninguna potencia celestial, porque apenas le cruzaba por las mientes la idea de hacerlo, tal escarabajeo y tal rifirrafe armaban los demonios, que la desdichada se dejaba caer al suelo, lívida, espumarajeando, braceando, perneando.
-Ni con otros veinte encima -le respondió el buen hombre, pasando también su manaza callosa dulcemente por los rizos encrespados del incluserillo, que, tendido en el regazo de su madre, los miraba a los dos con los ojos dormilentos, chupándose el dedo pulgar y perneando a diestro y siniestro.
Nació gimiendo, entre gruñidos y pataleos recibió el agua del bautismo, y gruñendo volvió a casa y continuó, sin cesar, muchos días, comiéndose los puños apretados y perneando rabioso, como sapo clavado en estaca, mientras la pacífica y rozagante Verónica, olvidada de su familia en el último confín del hogar, no se moría de hambre porque la niñera cuidaba, de propio impulso, de esos y otros menesteres.
Después, la exposición de carruajes en la correspondiente parada, el estruendo de los que llegaban o pasaban de largo, el asendereado velocipedista sudando el quilo, despatarrado en su máquina, vestido de abate con pujos y perneando en el aire, la figura más desgarbada y ridícula que ha producido el sport de nuestros días, perdido entre las nubes de polvo que levantaban los coches, maldecido de algunos transeúntes y compadecido de todos los demás, el silbido del tren, que se detenía henchidas sus entrañas de viajeros ansiosos de gozar aquel deleite, o que arrancaba llevándose otros tantos que ya habían devorado su correspondiente ración, los más o menos diestros jinetes, no siempre en fogosos ni gallardos potros, y, por último, el matraqueo desapacible del desvencijado cesto de alquiler que, cubierto de harapos y de herrumbre, venía a ser en aquel cuadro de lujos domingueros, por la fuerza del contraste, lo que la horda de mendigos en el cortejo de una boda rica en el pórtico de una catedral.

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