Ejemplos con ruidos

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Algo extraordinario cortó el aire, dominando con su estridencia los confusos ruidos de la noche.
Al través de los muros parecía filtrarse ese solemne silencio que cae de lo alto, y en el cual los ruidos más leves adquieren proporciones pavorosas, como si el rumor se escuchase a sí mismo.
La misma luz, el aspecto de siempre, pero él se imaginaba oír en el silencio nocturno nuevos ruidos, ecos de cantos, la voz de Margalida.
Podían oír ,- los ruidos más leves de sus alas.
De vez en cuando, como si nosotros hubiéramos ascendido o como si ellos hubiesen bajado, se escuchan los ruidos más leves de sus alas, de sus picos.
Novillo y Apolonio recobraron la almohada de ruidos y vaivenes, y se adormecieron de nuevo.
Por las noches, cuando sentía miedo en la cama, impresionado por la enormidad del salón que le servía de alcoba, le bastaba hacer memoria de la soberana de Bizancio para olvidar inmediatamente sus inquietudes y los mil ruidos extraños del viejo edificio.
Al escuchar entonces el grave tañido de la campana, que sonaba lento y acompasado, indicando la oración, todos los ruidos cesaron, todos aquellos corazones en que rebosaban la felicidad y la ternura se elevaron a Dios con un voto unánime de gratitud, por los beneficios que se había dignado otorgar a aquel pueblo tan inocente como humilde.
Y ya se estaba poniendo en pie para ir a verla, y arreglándose Sol los cabellos, aquellos cabellos suyos finos, de color castaño con reflejos dorados, cuando a un tiempo se oyeron dos diversos ruidos: uno en el cuarto de Ana, como de mucha gente que se moviera y hablara agitadamente, otro a la puerta de la calle, donde, con aire desembarazado, saltaba un hombre opuesto, de una mula de camino.
De Venezuela pasó, de nuevo, llena el alma de tristezas y emociones viriles, a la Babel moderna de los rubios mocetones y las nevadas inclementes: a New York, a esa ciudad de las ansias, de las regatas, de los afanes, de las prisas, a ese horno colosal donde se sazona el egoísmo y se pierden entre espirales de humo y ruidos de maquinarias, los besos y las lágrimas.
En el silencio profundo del claustro, al que no llegaban los ruidos de la calle, el Luna creyó oír, lejano, muy lejano, el chillón sonido de las cornetas, y después un sordo redoble de tambores.
Sonaba en el interior de las barracas el arrastre de la escoba, el chocar de la loza, todos los ruidos de la limpieza matinal.
Pero después caía en la huerta obscura, con sus ruidos misteriosos, sus bultos negros y alarmantes que pasaban saludándola con un lúgubre, y comenzaban para ella el miedo y el castañeteo de dientes.
El cielo, impregnado aún de la débil luz del crepúsculo, tenía un tono dulce de violeta, brillaban las estrellas, y en la inmensa huerta sonaban los mil ruidos de la vida campestre antes de extinguirse con la llegada de la noche.
y despertaba, despertaba no bien había pegado los ojos, como si algún importuno le empujara de improviso, con pesadillas horribles en que los más ligeros ruidos tomaban proporciones colosales, pareciéndole el rumor del tren el de una catarata de bronce fundido que se despeñase en sus orejas, el de los cascabeles de un coche, redobles de mil tambores golpeando en sus propios tímpanos, el chirrido peculiar de las carretas vascongadas, el que avisa al casero vasco en las revueltas del camino, un ruido del infierno que por diabólico prodigio se encarnase en una sierra candente y le dividiera la masa de los sesos mitad por mitad Así pasó la noche, un poco antes del alba desapareció el sopor, huyó el letargo con sus pesadillas, y un sueño tranquilo le adormeció entre sus brazos más de dos horas.
Este parecía, en efecto, abrigar intenciones perversas, porque el tío Frasquito percibía claramente del otro lado del tabique ruidos extraños que le desasosegaban, poniéndole nervioso, la puertecilla, sin embargo, no tenía rendija alguna traidora que diera paso a una mirada, y esto lo tranquilizó algún tanto.
¿Quién le mete a usted en esos ruidos, Sr.
Un alegre cascabeleo dominaba los ruidos de la plaza y las voces enérgicas del postillón en traje de la huerta, que gritaba ¡! ¡! manejando con rara maestría una docena de ramales.
Ruidos, carcajadas, estrépito de libros cerrados de golpe, las mil y mil voces, francas y alegres, de la dichosa libertad infantil.
Aquel silencio matizado por los ruidos propios de la noche hacía imaginarse a Juanito que se hallaba en un tranquilo pueblo, lejos de una vida en la que sólo había encontrado hondos pesares.
Y los ruidos de la plaza, el reír de las gentes, los gritos que se cruzaban entre los corrillos y la música popular, entraban con el fresco de la noche en el salón de las de Pajares, sirviendo de sordo acompañamiento a la conversación de la tertulia.
Gabriela observaba atentamente el magnífico espectáculo de la puesta del sol, prestando atento oído a los ruidos del campo, a los rumores del río, a los zumbidos extraños con que los insectos saludan el advenimiento de la noche, yo, recostado en el tronco de aquel árbol gigantesco, no apartaba los ojos de la encantadora señorita.
hasta cierto punto: las campanas, los coches, los pianos, los organillos, las murgas, todos los ruidos gozosos de la capital habían callado.
Poco después, hallándose en el gabinete sentada junto al balcón, por donde entraba el sol, sintió en los pasillos ruidos de voces que al pronto no se podía saber si eran de gozo o de ira.
En las carnicerías sonaban los machetazos con sorda trepidación, y los platillos de las pesas, subiendo y bajando sin cesar, hacían contra el mármol del mostrador los ruidos más extraños, notas de misteriosa alegría.
Barbarita se había acostumbrado a los ruidos de la vecindad, cual si fueran amigos, y no podía vivir sin ellos.
Las horas pasaban y pasaban, y no se oían más ruidos que el viento de la noche al gemir en los castaños, y el hondo sollozo del agua en la represa del cercano molino.
Mas a la sazón no podía entender una sola línea del filósofo, y sólo oía los tristes ruidos exteriores, el quejido constante de la presa, el gemir del viento en los árboles.
De repente un espantoso estruendo, formado por los más discordantes y fieros ruidos que pueden desgarrar el tímpano humano, asordó la estancia.
Por cierto, señor respondió Sancho, que vuestra merced sea muy bien obedicido en esto, y más, que yo de mío me soy pacífico y enemigo de meterme en ruidos ni pendencias.

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