Ejemplos con pavimento

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

El pavimento era de guijarros, y entre ellos crecía el musgo de la humedad.
Febrer llegó a casa de la Papisa : un zaguán semejante al suyo, aunque más cuidado, más limpio, sin hierbas en el pavimento, sin grietas ni desconchaduras en las paredes, con una pulcritud monacal.
De tarde en tarde, pasos en el pavimento de estas calles morunas y ventanas que se entreabren con la ávida curiosidad de un suceso extraordinario, unos soldados que suben lentamente hacia el castillo por las empinadas cuestas, los señores canónigos que bajan del coro, con el pecho de la sotana brillante de grasa y el sombrero de teja y el manteo de color de ala de mosca, míseros prebendados de una catedral olvidada, pobre y sin obispo.
Leía una, en rigor, no es que la leyese, la veía, materialmente, escapándose de los pajizos folios, caminar sobre el pavimento, o volar en el aire, o diluirse nebulosamente en el techo.
La cocina era inmensa, y la hacía parecer mayor aún de lo que era el negro brillante de sus paredes, que no permitía ver líneas ni contornos, ni, por consiguiente, dónde concluían el techo y el pavimento y comenzaba la obscuridad del vacío.
El sonido descendía, y luego llegaba a lo largo del silencioso pavimento hasta él, a menudos y leves saltos, como los pájaros cuando caminan por la tierra.
Presa de angustioso delirio, el héroe del poema se sueña muerto y sepultado, a pocos pies dentro de tierra, bajo el pavimento de una calle de Londres.
Carruajes milenarios, de los que no quedaba ni el polvo, habían abierto con sus ruedas profundos relejes en este pavimento.
Pasaron los tres viajeros junto a los restos de un acueducto y un pavimento antiguos.
Sus pasos sobre las losas del pavimento, separadas por hondas grietas cubiertas de hierba, despertaron todo un mundo animal que sesteaba al sol.
Un poco más elevado que el pavimento, lo dividía de éste un barandal de cantería pintado de blanco.
Noté, además, que, contra el uso común de las iglesias mexicanas, en ésta había bancos para los asistentes, bancos que entonces se habían duplicado para que cupiese toda la concurrencia, de modo que ninguno de los fieles se veía obligado a sentarse en el suelo sobre el frío pavimento de ladrillo.
Lucía, como una flor que el sol encorva sobre su tallo débil cuando esplende en todo su fuego el mediodía, que como toda naturaleza subyugadora necesitaba ser subyugada, que de un modo confuso e impaciente, y sin aquel orden y humildad que revelan la fuerza verdadera, amaba lo extraordinario y poderoso, y gustaba de los caballos desalados, de los ascensos por la montaña, de las noches de tempestad y de los troncos abatidos, Lucía, que, niña aun, cuando parecía que la sobremesa de personas mayores en los gratos almuerzos de domingo debía fatigarle, olvidaba los juegos de su edad, y el coger las flores del jardín, y el ver andar en parejas por el agua clara de la fuente los pececillos de plata y de oro, y el peinar las plumas blandas de su último sombrero, por escuchar, hundida en su silla, con los ojos brillantes y abiertos, aquellas aladas palabras, grandes como águilas, que Juan reprimía siempre delante de gente extraña o común, pero dejaba salir a caudales de sus labios, como lanzas adornadas de cintas y de flores, apenas se sentía, cual pájaro perseguido en su nido caliente, entre almas buenas que le escuchaban con amor, Lucía, en quien un deseo se clavaba como en los peces se clavan los anzuelos, y de tener que renunciar a algún deseo, quedaba rota y sangrando, como cuando el anzuelo se le retira queda la carne del pez, Lucía que, con su encarnizado pensamiento, había poblado el cielo que miraba, y los florales cuyas hojas gustaba de quebrar, y las paredes de la casa en que lo escribía con lápices de colores, y el pavimento a que con los brazos caídos sobre los de su mecedora solía quedarse mirando largamente, de aquel nombre adorado de Juan Jerez, que en todas partes por donde miraba le resplandecía, porque ella lo fijaba en todas partes con su voluntad y su mirada como los obreros de la fábrica de Eibar, en España, embuten los hilos de plata y de oro sobre la lámina negra del hierro esmerilado, Lucía, que cuando veía entrar a Juan, sentía resonar en su pecho unas como arpas que tuviesen alas, y abrirse en el aire, grandes como soles, unas rosas azules, ribeteadas de negro, y cada vez que lo veía salir, le tendía con desdén la mano fría, colérica de que se fuese, y no podía hablarle, porque se le llenaban de lágrimas los ojos, Lucía, en quien las flores de la edad escondían la lava candente que como las vetas de metales preciosos en las minas le culebreaban en el pecho, Lucía, que padecía de amarle, y le amaba irrevocablemente, y era bella a los ojos de Juan Jerez, puesto que era pura, sintió una noche, una noche de su santo, en que antes de salir para el teatro se abandonaba a sus pensamientos con una mano puesta sobre el mármol del espejo, que Juan Jerez, lisonjeado por aquella magnífica tristeza, daba un beso, largo y blando, en su otra mano.
El pavimento de mosaico de colores tenues que, como el de los atrios de Pompeya, tenía la inscripción Salve en el umbral, estaba lleno de banquetas revueltas, como de habitación en que se vive: porque las habitaciones se han de tener lindas, no para enseñarlas, por vanidad, a las visitas, sino para vivir en ellas.
Era el lugar de conversación un colgadizo espacioso, de tablilla bruñida el pavimento: la barandacomo toda la casa, de maderaabierta en tres lados para las tres escalerillas que llevaban al jardín que había al frente de la casa.
Apenas hubo pisado las baldosas del pavimento, sintió en el rostro la caricia fría y un tanto pegajosa de aquel ambiente de bodega subterránea.
Uníase a la baja temperatura la humedad de su suelo atravesado por las alcantarillas de desagüe, el rezumar de ocultos y subterráneos estanques, que manchaba el pavimento y hacía toser a los canónigos en el coro, acortando su vida , como decían ellos quejumbrosamente.
El pavimento era de ladrillos gastados y rotos.
La luz de la tarde, filtrándose por los ventanales, extendía sobre el pavimento grandes manchas tornasoladas.
Los balcones mostrábanse colgados con antiguos tapices y mantones de Manila, las calles estaban entoldadas, con el pavimento cubierto por una capa de arena para que la carroza eucarística pudiera deslizarse sobre los agudos guijarros.
Sus pasos retumbaban sobre el pavimento, cortado a trechos por los sepulcros de prelados y grandes señores de otros siglos.
Manchas de luz se deslizaban lentamente por las pilastras, como fantasmas que descendiesen de las bóvedas, después arrastrábanse por el pavimento cual espectros rampantes, y otra vez volvían a remontarse por las pilastras, hasta perderse en lo alto.
Los ladrillos rojos del pavimento frente a la puerta brillaban bruñidos por las diarias frotaciones, los macizos de albahacas y dompedros y las enredaderas formaban pabellones floridos, por encima de los cuales recortábase sobre el cielo el frontón triangular y agudo de la barraca, de inmaculada blancura.
Porque temeroso este de que algún ánimo suspicaz pusiese en duda lo auténtico de la presea, apresuróse antes de presentarla a la veneración pública a frotar la suela sobre el pavimento, a fin de que apareciese usada, y a desvirtuar con ricas esencias aquel importuno hedor a zapato nuevo que la noche antes había despertado en sus narices dudas tan peligrosas.
Daban la guarda a uno y otro lado de la puerta dos maniquíes vestidos de reyes de armas del siglo XVI, con gigantescas adargas y dalmáticas auténticas de terciopelo morado, bordadas de castillos y leones, y frente por frente, en el otro extremo de la pieza, y en una especie de ancha, alta y profunda hornacina, a que se subía por tres gradas de mármol blanco, había un diván turco, cubierto el pavimento por legítima alfombra de Persia y mullidos almohadones de raso y terciopelo, y decorados el techo y las paredes con mosaicos romanos y de Pompeya, bajos relieves egipcios y brillantes azulejos moriscos.
La emoción de este parecía haber pasado al tío Frasquito, y conociendo el pobre viejo su debilidad, decidióse a buscar apoyo en el más fuerte Cogió por un brazo a Jacobo y llevólo sigilosamente a su alcoba, nido risueño, tapizado con seda de Persia celeste, cubierto el pavimento con pieles blancas, con una cama de palo de rosa muy baja, muy aérea, vago conjunto de encajes, holandas y sedas celestes, semejante a una crespa ola del mar coronada de espumas blancas.
Y corrieron ambos por el desigual pavimento lleno de yerba, él riendo a carcajadas, ella coloradita y con los ojos húmedos.

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