Ejemplos con facón

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Zoilo recoge la ofensa y con facón en mano comienza una disputa, el huésped mantiene una actitud cobarde y tímida.
Todo el paisanaje, facón en mano, rodea al recién llegado, pero Don Liborio, para quien el huésped es sagrado, sale en defensa de su invitado, y mientras la gente se va, llevándose sus temores, el anciano se queda en el rancho vigilando.
Y así había reunido Manzanares sus primeros centenares de pesos, aguantando golpes y hurtando el cuerpo al facón de los parroquianos ebrios, más temibles que los indios.
El blanco centauro de las llanuras, con su poncho, su facón y sus grandes espuelas, resultaba tan peligroso como el jinete cobrizo de larga lanza.
-Si usted se ha pensado -le dijo de la manera más severa-, que yo soy artículo de pulpería que cualquiera me puede comprar, se ha equivocado de medio a medio: ni yo me vendo amigo, si usted tiene bastante dinero para comprarme en caso que yo tuviera para negocio mi facón, que está comprometido con mis amigos.
—Y se alejaba lentamente, la lonja del rebenque barriendo el suelo, las piernas zambas, el tirador zarandeado por un movimiento de caderas que se comunicaba al enorme facón en balanceo desigual.
No siempre se podían ir todos, pues, apenas entrado, convidaba a los presentes, y desgraciado del que se negase a aceptar, ya empezaba él a mover los ojos de terrible modo, amenazando, chocando, insultando y tomando copas y más copas, hasta que sacaba a relucir el facón, desafiando a algún infeliz que pronto le servía de pretexto para «desgraciarse» una vez más, y cuya muerte, aunque fuera sin combate, aumentaba en algo su prestigio de matón.
Y el hombre del facón era temido en todas partes de tal modo, que bastaba su aparición en alguna pulpería o en alguna carrera, para que muy pronto se disolviera la reunión, escurriéndose despacio cada uno para su casa, deseoso de rehuir las peleas y bochinches, inevitables donde él estaba, y que casi siempre acababan por un velorio.
Nadie sabía cuál era su nombre de pila, pero todos creían que no lo tenía, por parecer imposible que ningún santo, ni entre los de más humilde ralea, hubiera permitido que llevase el suyo semejante criminal, y todos, sin averiguar tampoco por su nombre de familia, le llamaban «el hombre del facón».
Aun peleando en son de juego, muchas veces, sin pensar, se le había ido la mano, y en medio de la inocente distracción, acostumbrada entonces entre los gauchos, de sacarse con destreza unas pocas gotas de sangre de algún tajo leve en el brazo o en el rostro, de repente había hundido entre las costillas el facón hasta la ese, matando sin remedio al que sólo había querido marcar.
Siempre llevaba en la cintura un larguísimo facón, de cabo de plata y de hoja de acero, cortante como navaja y puntiaguda como aguja de coser, y contaban todos que con él había vertido la sangre de un sinnúmero de seres humanos, gauchos y extranjeros, policianos o trabajadores, sin que nunca hubiera todavía encontrado al hombre que le hiciera frente, si no con valor, por lo menos con suerte.
¿Qué iba a salir? En manos de semejante matón, quizás un facón con el cual los degollaría a todos.
Se venía, mientras tanto, acercando al sobrante todo un arreo, arreo de pobre, por cierto, pero no por eso menos amenazador: un carrito lleno de muebles y de cachivaches, guiado por un mozo robusto, con cara de pocos amigos, armado de un gran facón y con revólver en el cinto, dos mujeres venían sentadas entre la carga, seguía una manada numerosa como para talar en dos días las doscientas hectáreas, conducida por un viejo y dos muchachos, hombrecitos ya, y por detrás arreaban una majada y algunas lecheras otros tres gauchos.
El gaucho de la puñalada estaba forcejeando para desclavar el facón, entrado hasta la ese en una tabla del mostrador, y el de los tiros contemplaba con asombro sin igual las dos balas hechas unas obleas, en la palma de su mano y también el cañón del revólver hecho una viruta.
Enfurecido, el gaucho, habiendo recuperado su facón, quiso vengarse de las burlas que se le hacían y se abalanzó sobre el que le pareció más débil y flojo.
El gaucho malo estaba jugando con él, como el gato con una laucha, y ya le iba a dar el golpe fatal, sin que ninguno de los que le formaban rueda se atreviera a interponerse, cuando, con el ruido seco de un golpe, saltó por el aire el facón medio quebrado, yendo a caer en una pipa de agua de lluvia, puesta de aljibe en la esquina de la casa.
Un gaucho, a quien todos conocían por malo, armado de un facón de una vara de largo, apuraba a un infeliz, ebrio, incapaz, en ese estado, de defenderse con el cuchillo relativamente corto que llevaba.
El gaucho, luego de santiguarse, resbalaba del cinto su facón, cuya empuñadura, en cruz, tendió hacia el maldito.
Al oír sus palabras soberbias, echó atrás el pie derecho, se separó del mostrador y arrojó el contenido de la copa que fue a bañar por completo la cara de Moreira, desnudando en seguida su facón.
Se había propuesto no hacerle el gusto a la suerte, como él decía, y salir de aquella casa sin haber desnudado su facón y sin haber hecho caso a las groseras insolencias de Córdoba que parecía querer pelear a todo trance.
De esta manera se había hecho tan consumado tirador de facón, que los otros paisanos aseguraban que en sus manos el cuchillo era una luz.
La mayoría de aquella concurrencia iba atraída por aquella lucha que había sido anunciada y fabulosamente comentada en todas las pulperías por los amigos de ambos contendientes, comentarios que habían dado ya margen a algunas luchas de facón entre los que asignaban el triunfo a Moreira, que era la generalidad, y los que suponían triunfante a Leguizamon.
Pero Leguizamon tenía una vista de lince, su facón era un relámpago y su cuerpo una vara de mimbre, que quebraba a su antojo.
El segundo, ama la tradición, detesta al gringo , su lujo son sus espuelas, su chapeado, su tirador, su facón.
Era un hombre alto, delgado, de facciones prominentes y acentuadas, de tez blanca, poco quemada, de largos cabellos castaños, tirando al rubio, de ojos azules, penetrantes, de ancha frente, cortada a pico, de nariz recta como la de un antiguo heleno, de boca pequeña, cuyos labios apenas resaltaban, de barba aguda, retorcida para arriba, en la que se veía un hoyo, lampiño, de modales fáciles, vestido como un gaucho rico, llevaba un sombrero de paja de Guayaquil, fino, espuelas de plata, y un largo facón de lo mismo atravesado en la cintura, rebenque con virolas de oro, y su gran cigarro de hoja en la boca.
En uno de los esfuerzos que hizo sacó el facón.
El indio pugnaba por desasirse de los que lo tenían, quería abalanzarse sobre mí, su mano estaba pegada al facón.
Epumer llevaba de vez en cuando la mano derecha al cabo de su refulgente facón, y me miraba con torvo ceño.
Vestía bota de potro, calzoncillo cribado con fleco, chiripá de poncho inglés listado, camisa de Crimea mordoré, tirador con botones de plata, sombrero de paja ordinaria, guarnecida de una ancha cinta colorada, al cuello tenía atado un pañuelo de seda amarillo pintado de varios colores, llevaba un facón con un cabo de plata y unas boleadoras ceñidas a la cintura.
Llevaba un gran facón con vaina de plata cruzado por delante, y me miraba por debajo del ala de un rico sombrero de paja de Guayaquil, adornada con una ancha cinta encarnada, pintada de flores blancas.

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