Ejemplos con tizones

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Le encontró al fin, y le reconoció al momento, cuando llegó a sus oídos el eco profundo y melancólico de y de , o cuando vió desplegarse a sus ojos, en minucioso lienzo holandés o flamenco, avivado por toques de vigor castellano, el panorama de o de , el nocturno solaz de la al amor de los tizones, o el viaje electoral de don Simón de los Peñascales por la tremenda hoz de Potes.
El padre, con la agilidad de un saltimbanqui, agarró un jarro todo abollado que había sobre la chimenea, y arrojó el agua sobre los tizones.
-Pues protesto, ¡reconcho! -exclamó López armando un chisporroteo de todos los diablos en la chimenea, a fuerza de revolver desaforadamente los tizones.
El amigo que se calentaba los pies soltó al fin la carcajada, sin poner un solo comentario a las donosas mixturas de Fabio López, el cual dejó sus paseos en corto, se sentó al otro lado de la chimenea, empuñó las tenazas y comenzó a arreglar los tizones.
El marqués revolvía los tizones, su mujer miraba sin pestañear los monigotes de la chimenea, Ramón no cabía en la butaca, de desasosiego, y Carlos, más pálido y ojeroso que nunca, miraba cómo se retorcían las cintas de fuego entre los tizones, que se iban consumiendo a su contacto, como la humana vida entre las malas pasiones.
En cuanto a la poesía del chisporroteo de los tizones y del hervir de los pucheros, así la encontró como la que había buscado entre los jarales.
En la cocina, la lumbre agonizante, Tona cabeceando cerca de ella, su madre gimiendo por lo bajo en el rincón más obscuro, hombres con la cabeza sobre las manos y las manos sobre la perezosa, durmiendo tranquilamente, otros a punto de dormirse, sentados en los bancos del fogón, fumando la pipa y con los ojos mortecinos clavados en los tizones: todo este cuadro a menos de media luz y sin otros ruidos que el sollozar de Facia.
Un silbido muy original de Chisco, el latir de un perrazo poco después, una luz tenue y errabunda aparecida de pronto, la detención repentina de mi caballo, tras el último par de resbalones con las cuatro patas sobre los lastrales «pendíos» de la vereda, bultos negros en derredor de la luz y rumor de voces ásperas y de distintas «cuerdas», mi descenso dificultoso del caballo, al cual parecía adherido mi cuerpo por los quebrantos de la jornada y los rigores de la intemperie, mi caída sobre un pecho y entre unos brazos envueltos en tosco ropaje que olía a humo de cocina, y la sensación de unas manazas que me golpeaban cariñosamente las costillas, al mismo tiempo que los brazos me oprimían contra el pecho, mi nombre repetido muchas veces, junto a una de mis orejas, por una boca desportillada, mi entrada después, y casi a remolque, en un estragal o vestíbulo muy obscuro, mi subida por una escalera algo esponjosa de peldaños y trémula de zancas, mi ingreso, al remate de ella, en otro abismo tenebroso, mi tránsito por él llevado de la mano, como un ciego, por una persona que no cesaba de decirme, entre jadeos del resuello y fuertes amagos de tos, cosas que creería agradables y desde luego le saldrían del corazón, advirtiéndome de paso hacia dónde había de dirigir los míos, o dónde convenía levantar un pie o pisar con determinadas precauciones, sin dejar por ello de pedir a gritos y con interjecciones de lo más crudo, una luz que jamás aparecía, porque, como supe después, toda la servidumbre andaba en el soportal bregando con los equipajes y las cabalgaduras, de pronto un poco de claridad por la derecha, y la entrada en otro páramo de fondos negrísimos con una lumbre en uno de sus testeros, después, el acomodarme, a instancias muy repetidas de mi conductor, en el mejor asiento de los que había alrededor de la lumbre, y el ponerse él, pujando y tosiendo, a amontonar los tizones esparcidos, y a recebarlos con dos grandes, resecas y copudas matas de escajo.
Y con éstos u otros lances por el estilo y tal cual prefacio que entona Silguero a ruegos de la tertulia, se disuelve ésta todas las noches antes de las once, yéndose cada concurrente en paz y en gracia de Dios a su casa, bendiciendo al primero a quien se le ocurrió la manera de pasar tantas, tan baratas y tan agradables horas al amor de los tizones.
Era domingo de Carnaval, y la campana de la iglesia llamaba por cuarta vez a misa, con su voz delgada y pura como la de un niño, a los ateridos cristianos de aquella feligresía, demasiado próxima al cielo, los cuales no se resignaban fácilmente, en día tan crudo y desapacible, a dejar la cama o a separarse de los tizones, alegando acaso, como pretexto, que «los días de Carnestolendas no se debe rendir culto a Dios, sino al diablo».
Sus camaradas tuvieron que sacarlo de entre los tizones tirando de sus pies, mientras otros corrían hacia el mar para echarle agua en los mostachos y la cabellera humeantes.

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