Ejemplos con quedábamos

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Los oficiales que aún quedábamos en nuestros puestos corríamos en todas direcciones y procurábamos agrupar a los que aquí y allá se repartían.
No era que nos sentábamos y nos quedábamos callados.
Él venía a escucharme al local Jamaica, y nos quedábamos tocando.
Después de estas batallas, cuando quedábamos vencedores por haber podido hacer fuego media hora más que los otros, venían los comentarios y las explicaciones del triunfo.
Nos quedábamos de sobremesa doña Hortensia, Dolorcitas y yo.
Desde el Empalmador Grande presencié la salida, imponente, grandiosa, en medio de las aclamaciones de los que iban a bordo y del griterío de los que quedábamos en tierra.
El número de cristianos que perecieron en aquellas refriegas no se puede calcular, los moros perdimos escaso número, y en casi todos los encuentros quedábamos vencedores.
Nosotros nos quedábamos comentando la conversación de los tertulios, hasta que a las seis me iba yo a instalar en un asiento de la Plaza, para oir tocar a la señorita Fernández.
—No fumaba el antiguo sargento, pero sí tomaba mucho polvo, y, cuando se sonaba las narices, parecía que se hundía el mundo, y todos los muchachos quedábamos inmóviles como soldados que oyen la voz de : ¡tal estruendo hacía el santo varón! Su voz era también estentórea, aunque descubría, en los raptos de furia, alguna que otra nota de vieja.
Todos pasábamos la pierna derecha al lado opuesto, y quedábamos a caballo sobre la mesa.
Yo me acordaba de él y de cuando venía a casa, como que al verle entrar nos quedábamos todos turulatos y nos parecía que entraba por esa puerta la Divina Majestad Pues como te digo, dejó de venir.
Yo me alegraba de que esto sucediera, por si en alguna evolución quedábamos Inés y yo apartados de los Requejos, pero buen cuidado tenía D.
Las dos nos quedábamos muertas de miedo siempre que le veíamos entrar.
Hecho ya esto, quedándose en guardia dellos la mitad de los nuestros, los que quedábamos, haciéndonos asimismo el renegado la guía, fuimos al jardín de Agi Morato, y quiso la buena suerte que, llegando a abrir la puerta, se abrió con tanta facilidad como si cerrada no estuviera, y así, con gran quietud y silencio, llegamos a la casa sin ser sentidos de nadie.
El número de cristianos que perecieron en aquellas refriegas no se puede calcular, los moros perdimos escaso número, y en casi todos los encuentros quedábamos vencedores.
Después, quedábamos perdidos en la noche, con la visión rápida encajada en la memoria como una cicatriz en el cuero.
Y antes de perder totalmente el conocimiento, sentí que los dos quedábamos inmóviles, en un gran silencio de campo, y cielo.
También, para significar que alguno había muerto con ignominiosa muerte, oíamos decir: «Le llegó la del sunicuijo», y quedábamos tan a obscuras como un ciego, y así habríamos seguido, aunque Dios nos acordara.
¡Era de verlo correr de un lado a otro descabezando moros y chorreando sangre impura! Tanto pelear nos iba acabando poco a poco, y no quedábamos ya sino unos cuantos vivos, cuando nuestro Rey desde lo alto de su caballo blanco como la nieve, nos dijo: -¡Viva la fe! ¡a ellos! y se metió en medio de los enjambres de moros.
Doliente y quebrantado salí de aquel éxtasis extraño cuando el silencio volvió a reinar en el templo, y, mi padre, después de plegar en tres dobleces el pañuelo de yerbas sobre el cual se había arrodillado, me tocó en el hombro para advertirme que era hora de marcharnos, pues se había concluido la misa y no quedábamos allí más que nosotros y cuatro viejas rezadoras.
Íbamos a morir asados si nos quedábamos.
Las dos nos quedábamos muertas de miedo siempre que le veíamos entrar.
Ya en los días de Atienza, cuando nos quedábamos solos, se me quejaba de la pesadez insulsa del rosario que mi madre nos hacía rezar con ella todas las noches.
¿No quedábamos en que era yo una lumbrera? ¿No se dijo que en mí tenía firme columna el templo cristiano? Pues si soy una columna, ¿por qué no me echan encima el peso que me toca? Soy columna o palillo de dientes, señor Cardenal, ¿en qué quedamos?».
Como las tales cosas no ofrecían aspecto nuevo ni muy alarmante, se despidió de mi tío, y de los que con él nos quedábamos en la casona, y se fue con los últimos tertulianos, uno de los cuales era Pito, que tropezaba con gentes, bancos, puertas y tabiques, de puro aceleradote y desatinado que le habían puesto las alabanzas y los arrumacos de Tona.
No ofrecía grandes dificultades a mi paso aquel camino cuya longitud no excedería de quince o veinte varas, pero la consideración racionalísima de lo que íbamos a hacer después de recorrerle, sin otra retirada que el abismo en el caso muy posible de salir escapados de la cueva, si no quedábamos hechos jigote allá dentro, clavó mis pies en el suelo a los primeros pasos que di sobre él.
Cuando la Dolores venía, porque no siempre podía hacerlo, nos quedábamos un largo rato en amor y compañía, y luego me volvía a mi casa.
Nos sentábamos juntitos en la orilla del arroyo, en un lugar donde había unos sauces muy lindos, nos tomábamos las manos y así nos quedábamos horas enteras viendo correr el agua.
Y como la moza me gustaba, yo le tiraba la lengua y nos quedábamos mucho rato conversando.

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