Ejemplos con buques

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Los hombres peleaban en las cubiertas de los buques o en los esquifes que flotaban junto a ellos, el mar, enrojecido por la sangre o las llamas de los barcos, estaba matizado de centenares de cabecitas de náufragos, que a su vez luchaban sobre las olas.
La casa de Febrer era grande, como esos buques que al encallar y perderse para siempre hacen la riqueza de la costa adonde van a morir.
Valls, en sus tiempos juveniles, cuando mandaba buques de su padre, había conocido mujeres de todas clases y colores, viéndose mezclado en orgías marinerescas que acababan entre olas de y golpes de cuchillo.
Mientras tanto, la tempestad destruía ciento sesenta buques, y el resto de la flota tenía que refugiarse detrás del cabo Matifux.
El mar embravecido devoró nuevos buques, y las galeras mallorquinas llegaron tristemente a la bahía de Palma escoltando al Emperador, que sin querer bajar a tierra se dirigió a la Península.
En la proa de la barca estaba el tío Ventolera, viejo marinero que había navegado en buques de diversas naciones, y era el acompañante de Jaime desde que éste llegó a Ibiza.
Muchas tierras de la lejana Oceanía se hallaban en comunicación más frecuente con los grandes núcleos humanos que esta isla, arrasada en otros tiempos por la guerra y la rapiña, y mísera ahora al hallarse lejos del camino de los grandes buques, encerrada en un cinturón de islotes, rocas y bajos, entre freos y canales cuyas aguas transparentaban el fondo submarino.
Entre la isla del Espalmador y la de los Ahorcados, donde se abre el paso para los grandes buques, deslizábanse éstos teniendo que luchar con el ímpetu sordo de las corrientes y los dramáticos y ruidosos golpes de agua.
Todo cuanto abarcaba la vista, árboles y montes, buques e islas lejanas, estaba osificado, con una blancura deslumbradora de paisaje glacial.
Temístocles y Periclesañadíafueron jefes de escuadra, que luego de mandar buques gobernaron a su país.
Y las largas inercias a la sombra de su emparrado, frente al mar azul y luminoso, las entretenía construyendo sus pequeños buques.
Eran señores de la costa que, retirados de la navegación, confiaban sus buques a capitanes que habían sido sus pilotos, burgueses que no abandonaban la corbata y la gorra de seda, símbolos de su alta posición en el pueblo natal.
Desde las riberas aragonesas al fondo del mar Negro, todo el Mediterráneo se veía surcado por los buques de la marina catalana, que recibían los más diversos nombres.
La cabida de estos buques se marcaba por salmas, botas y cántaros, que equivalían a las modernas toneladas.
A sus antiguos buques agregó las galeras gruesas y las galeras sutiles, las tafureyas, panfiles, rampines y carabelas.
Envidiaba a los buques veleros que el trasatlántico dejaba atrás.
Era la zona de las calmas, el Océano de aceite obscuro, en el que permanecen los buques semanas enteras con el velamen rígido, sin que lo haga estremecer un suspiro atmosférico.
Vivió en buques blancos, silenciosos y limpios como una casa holandesa, cuyos capitanes llevaban con ellos a la esposa y los hijos.
Gritaron é hicieron inútiles señales a buques lejanos, que se perdían en la inmensidad sin verles.
Si quería ser marino, podía serlo, pero en buques respetables, al servicio de una gran Compañía, siguiendo una carrera de escalas determinadas, y no rodando caprichosamente por todos los mares, mezclado con el bandidaje internacional que se ofrece en los puertos para reforzar las tripulaciones.
Eran a modo de cuadras marítimas, donde podían anclar los buques, permaneciendo ocultos a todas las miradas.
La venta era segura: del mar del Norte venían los buques a buscarla.
En las horas nocturnas pasadas ante los barquitos del abuelo, Ulises le oyó hablar del , un hombre-pez del estrecho de Mesina, citado por Cervantes y otros autores, que vivía en el agua manteniéndose de las limosnas de los buques.
Los mocetones, al ensayar el vigor de sus puños pulseando con los tripulantes de los buques ingleses que venían a cargar pasas, evocaban el nombre del médico como un consuelo en caso de derrota.
El iba enumerando a su sobrino las categorías y especialidades de los buques.
En Pasajes, tras de la monotonía fatigosa de las montañas reposaron al fin los ojos, viendo extenderse el mar azul, un tanto rizado, mientras los buques, fondeados en la bahía, se columpiaban con oscilación imperceptible, y una brisa marina, acre y salitrosa, estremecía las cortinillas de tafetán del coche, aventando el sudor de la frente de los cansados viajeros.
Glacial sensación corrió por las venas del viajero, que subió el cuello de su americana y llegó los pies instintivamente al calorífero, tibio aún, en cuyo seno de metal danzaba el agua, produciendo un sonido análogo al que se oye en la cala de los buques.
El que iba allá abajo, se hacía rico, si alguien lo dudaba, allí estaban para atestiguarlo los principales comerciantes de Valencia, con grandes almacenes, buques de vela y casas suntuosas, que habían pasado la niñez en los míseros lugarejos de la provincia de Teruel guardando reses y comiéndose los codos de hambre.
Al frente, Burjasot, prolongada línea de tejados con su campanario puntiagudo como una lanza, más allá, sobre la obscura masa de pinos, Valencia achicada, liliputiense, cual una ciudad de muñecas, toda erizada de finas torres y campanarios airosos como minaretes moriscos, y en último término, en el límite del horizonte, entre el verde de la vega y el azul del cielo, el puerto, como un bosque de invierno, marcando en la atmósfera pura y diáfana la aglomeración de los mástiles de sus buques.
Apresurémonos, sí, a dejar a nuestra espalda esos nauseabundos puestos, y fijemos la atención en otras donde se venden objetos más importantes, más limpios y más cuidados, objetos servibles, en fín, aunque , y ellos nos harán esperimentar la honda tristeza inherente al inventario de esta gran testamentaría que la muerte o la pobreza sacan en Madrid a pública subasta durante el equinoccio de setiembre,—cabalmente los mismos días en que el Oceano, fustigado por el , arroja a las playas a cada instante melancólicos restos de buques náufragos.

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