Ejemplos con árabes

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Los árabes, durante la dominación musulmana, al convertirse la Basílica cristiana en Mezquita respetaron escrupulosamente este lugar y la piedra allí situada por tratarse de un espacio sagrado relacionado con la Virgen Maria a quien se venera en el Corán.
Deteníase de vez en cuando como indecisa, repitiendo los mismos versos tenazmente, hasta que lograba pasar a otros nuevos, lanzando al final de cada estrofa, según costumbre del país, un cloqueo extraño semejante al graznido del pavo real, un gorgorito rudo y estridente como el que acompaña a los cantos de los árabes.
La isla, abandonada a sus propias fuerzas, había tenido que hacer frente durante siglos y siglos a los piratas normandos, a los navegantes árabes, a las galeras de Castilla, enemiga de los estados aragoneses, a los barcos de las repúblicas italianas, a los bajeles turcos, tunecinos y argelinos, y a los corsarios ingleses en tiempos más recientes.
Decía esto con una sonrisa ambigua en la que entraban igualmente su menosprecio por los idealismos inútiles y su respeto a los artistas, un respeto semejante a la veneración que sienten los árabes por los locos, viendo en su demencia un regalo de Dios.
Habíalos normandos, poderosos de anca, fuertes de cuello, lucios de piel, pausados en el manoteo, que arrastraban a un tiempo pujante y suavemente las anchas carretelas, habíalos ingleses, cuellilargos, desgarbados y elegantísimos, que trotaban con la precisión de maravillosos autómatas, árabes, de ojos que echaban fuego, fosas nasales impacientes y dilatadas, cascos bruñidos, seca piel y enjutos riñones, españoles, aunque pocos, de opulenta crin, soberbios pechos, lomos anchos y manos corveteadoras y levantiscas.
Las crónicas de la Edad Media oriental, los libros de caballerías bizantinos, los cuentos paladinescos de los árabes, no tenían aventura más imprevista y dramática que la expedición de estos argonautas procedentes de los valles de los Pirineos, de las márgenes del Ebro y de las moriscas huertas de Valencia.
Eran tiendas con la puerta del mismo tamaño que el establecimiento: cuevas cuadradas, iguales a las de los zocos árabes, que dejan ver hasta sus últimos rincones al comprador detenido en la calle.
Se acordó de los mercaderes árabes, humildes y pacíficos ordinariamente, que pelean y mueren como fieras cuando los beduínos ladrones quieren apoderarse de sus géneros.
Y todas las maravillas de la casa fueron cayendo en manos de inclementes compradores, una escena autógrafa de de Jovellanos, una colección de monedas romanas y árabes de Zaragoza, de las cuales las árabes estimulaban la fantasía y avivaban las miradas de Manuelillo cada vez que el padre le permitía curiosear en ellas, una carta de doña Juana la Loca, que nunca fue loca, a menos que amar bien no sea locura, y en cuya carta, escrita de manos del secretario Passamonte, se dicen cosas tan dignas y tan tiernas que dejaban enamorados de la reina a los que las leían, y dulcemente conmovidas las entrañas.
Abajo estaban la sombría alarma, el perpetuo miedo a los bandos que desgarraban el país vasco, los ventanucos para dar paso al arcabuz, arriba la elegancia, copiada de los árabes, la alegría en la construcción, de un pueblo artista, las ventanas graciosas como ajimeces moriscos, para soñar en ellas a la caída de la tarde, después de haber leído un libro de caballerías.
Si algún monje del Norte sentía la comezón del saber, venía a las universidades árabes o las sinagogas judaicas de España, y los reyes de Europa se creían salvos en sus enfermedades si, en fuerza de oro, podían proporcionarse un médico hispánico.
Un siglo más de intolerancia religiosa, y España hubiera quedado como esos musulmanes de África que viven en la barbarie por su excesiva religiosidad, después de haber sido los árabes civilizadores de Córdoba y Granada.
Nacía el espíritu caballeresco entre los árabes españoles, apropiándoselo después los guerreros del Norte, como si fuese una cualidad de los pueblos cristianos.
Mientras en la Europa bárbara de los francos, los anglonormandos y los germanos el pueblo vivía en chozas y los reyes y barones anidaban en castillos de rocas ennegrecidos por las hogueras, comidos por parásitos, vestidos de estameña y alimentados como los hombres prehistóricos, los árabes españoles levantaban sus fantásticos alcázares, y, como los refinados de la antigua Roma, reuníanse en los baños para conversar sobre cuestiones científicas o literarias.
La regeneración no llegaba a España por el Norte, con las hordas de bárbaros, se presentaba por la parte meridional, con los árabes invasores.
Y cuando poco a poco el elemento autóctono se separa del invasor y surgen las pequeñas nacionalidades cristianas, los árabes y los antiguos españolessi es que después del incesante cruzamiento de sangre puede marcarse un límite entre las dos razaspelean caballerescamente, sin exterminarse luego de la victoria, estimándose mutuamente, con grandes intervalos de paz, como si quisieran retrasar el momento de la definitiva separación y uniéndose muchas veces para empresas comunes.
Alfonso VI, en tres días, viene sobre Toledo desde el fondo de Castilla, dispuesto a matar al arzobispo y aun a su propia mujer por este atentado que pone en entredicho su palabra de caballero, pero tan grande es su furia, que los mismos árabes se conmueven, el alfaquí sale a su encuentro para rogarle que respete lo hecho, ya que los perjudicados se conforman, y en nombre de los vencidos le releva de cumplir su palabra, pues la posesión de un edificio no es motivo bastante para que se altere la paz.
Bronces antiguos, raras porcelanas, macetas de Pompeya con plantas tropicales, lámparas árabes, persas y romanas, igual una de estas a la célebre di capo danno del Museo Vaticano, bustos, cuadros, estatuas, yelmos, espadas, partesanas y armaduras completas de varias épocas rodeaban cual páginas sueltas de la historia de todos los tiempos el caballete de Currita, que, colocado en luz conveniente, parecía recibir un reflejo de la luz del cielo, que el grandísimo tuno de Celestino Reguera aseguraba ser el mismo, mismísimo que derramaba en otro tiempo el grupo de las nueve musas sobre las frentes de Rafael, Velázquez y el Ticiano.
Días antes había pagado doscientos francos por un sello antiguo de cera de Yacoub Almanzor, que ostentaba en letras árabes esta hermosa leyenda: Que Dios juzgue a Yacoub, como Yacoub haya juzgado.
Tampoco he caminado sobre la joroba de un camello, como los árabes.
—Las paredes cubiertas de enredaderas, las columnas árabes, los agimeces, las lámparas morunas, las flores, la brillante concurrencia, la hermosura y elegancia de las , la afinación y el gusto con que cantaron el coro de la y el de la , y, por último, lo bien que acompañaron y dirigieron los Sres.
A este escuadrón frontero forman y hacen gentes de diversas naciones: aquí están los que bebían las dulces aguas del famoso Janto, los montuosos que pisan los masílicos campos, los que criban el finísimo y menudo oro en la felice Arabia, los que gozan las famosas y frescas riberas del claro Termodonte, los que sangran por muchas y diversas vías al dorado Pactolo, los númidas, dudosos en sus promesas, los persas, arcos y flechas famosos, los partos, los medos, que pelean huyendo, los árabes, de mudables casas, los citas, tan crueles como blancos, los etiopes, de horadados labios, y otras infinitas naciones, cuyos rostros conozco y veo, aunque de los nombres no me acuerdo.

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