Categoría gramatical / tiempo verbal de detestarla

Como verbo, sustantivo

Verbo Transitivo

Los Verbos Transitivos son aquellos que necesitan de complemento para tener sentido pleno.

Infinitivo

El infinitivo es una forma no personal del verbo, es decir carece de variación de persona, sirve para hacer una abstracción de la acción. En español terminan en "-ar" "-er" e -"ir". Dentro de la frase pueden actuar de forma nominal -es decir, como sustantivos- o de forma verbal -es decir, como verbos-. Veamos algunos ejemplo:

  • El amanecer es la hora más bella del día. Aquí amanecer actúa como sustantivo singular
  • Los atardeceres largos del verano. Aquí atardeceres actúa como sustantivo plural
  • Sin querer acabé antes de lo previsto. Aquí querer actúa como verbo
  • Te doy las gracias por venir a verme. Aquí venir actúa como verbo

Ejemplos con la palabra Detestarla

Y, sin embargo, a pesar de las ventajas y atractivos de Nina, Cayo, al ascender a casa de su novia, llevaba formada la resolución de romper el concertado enlace. Enganchado primero por ardides de coquetería y por esa insensible derivación de los sucesos que nos lleva a donde nunca pensamos ir, comprometido después por la misma virtud de lo dicho y hecho, que tantas veces no responde ni a lo sentido ni a lo pensado, Cayo, poco a poco, durante los meses de cortejo oficial, se había dado cuenta, con una especie de terror, de que no quería a su futura. Gustábale, eso sí, gustábale para la charla y el devaneo, para la somera intriga amorosa, para la superficie y la película del sentimiento, que ni sentimiento llega a ser, bien mirado, pero había momentos en que, a aquella mujer que le gustaba, creía Cayo detestarla con todo su corazón, y de buen grado le diría la frase del hierro al imán: «Te odio más que a cosa alguna, porque atraes y no eres capaz de sujetar.» La tristeza y la preocupación que algunos más observadores notaban en Cayo no tenían otro origen sino esta idea, que, en vez de borrarse se alzaba de relieve, a cada día más importuna, más tenaz, más torturadora. A nadie lo decía, a nadie se hubiese atrevido a confiarlo. Se reirían de él. ¡Vaya una ocurrencia! ¿No era Nina Valtierra una muchacha guapa, fina, lista, con caudal, de parentela ilustre, de tan buena reputación como las demás de su esfera y clase? ¿Qué tacha podía ponerle? ¿Qué requisito le faltaba? Y Cayo, sonriendo con amargura, se decía a sí mismo: «La tacha es mía. El requisito me falta a mí. Es que no la quiero. Y a ella también le falta esa divina quisicosa. Tampoco me quiere. Casarse, bueno, quererse..., no nos queremos de ninguno de los modos..., ni siquiera del modo inferior. Ni aun disfrutaremos de la locura corta que termina en tontería muy larga. Y ¿por qué no lo he visto antes? ¿Qué venda me cubría los ojos a mí, que no estaba enamorado? Es -añadía Cayo, disculpándose a sí mismo, en esto paran todos los soliloquios- que no me he fijado en que el matrimonio es cosa seria, la más seria de la vida. He ido a él como se va a una comida o a un sarao. Ahora veo que no tengo derecho a casarme. Le diré la verdad a Nina. Es lo mejor... Antes de saltar al precipicio, retroceder.»
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